Por Diego Brodersen
Autor de dos continentes y de dos medios, el cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky está por estos días más ocupado que de costumbre. Es en parte por ello que el primer encuentro con Página/12 en un tranquilo café de Barrio Norte –cita informal donde el café no es una excusa sino casi un fin en sí mismo– le cede luego el lugar al intercambio de preguntas y respuestas vía correo electrónico. “Soy bastante nocturno y es durante las noches cuando tengo más tiempo para reflexionar tranquilo.” El autor de Vudú urbano y Dinero para fantasmas, entre otros textos publicados bajo la forma de novela, cuento o ensayo –aunque muchos de ellos se resistan a la descripción fácil– vive actualmente en Buenos Aires, aunque sigue viajando regularmente a París, donde estuvo afincado durante gran parte de los años ’70 y ’80. Y es aquí donde se encuentra dando los últimos detalles a la edición de En ausencia de guerra, novela de próxima publicación que vuelve a mirar los “años de plomo” de la historia argentina reciente.
Hace apenas un par de semanas, Cozarinsky vio hecha realidad su primera incursión en el mundo de la ópera, una adaptación libre de algunos pasajes y personajes de su novela El rufián moldavo, con música de Pablo Mainetti y dirección de Marcelo Lombadero, que continúa en cartel en el teatro HastaTrilce, en el corazón del barrio de Almagro (“aquí lo que importa es la música y el canto, la letra menos”). Finalmente, como si toda esta actividad no fuera suficiente, hace un mes el Bafici cobijó la primera proyección local de su último largometraje, Carta a un padre, que tuvo su première mundial el pasado mes de octubre en la Viennale, el festival de cine vienés dirigido por su amigo Hans Hurch. El film –breve, compacto, preciso, directo, emotivo– encuentra a Cozarinsky visitando por primera vez el pueblo entrerriano de Villa Clara, el lugar donde su abuelo –como tantos otros judíos rusos a fines del siglo XIX y comienzos del XX– se instaló para dar inicio a una nueva vida en otro continente. En poco más de 60 minutos, el realizador invoca y conjura recuerdos y fantasmas personales y colectivos, viajando física o espiritualmente a otras tierras, a otros tiempos, en busca de respuestas a una serie de preguntas. Para el espectador lo importante es el viaje cinematográfico, que comienza con imágenes de documentos, viejas fotografías, cartas manuscritas y termina con un atardecer que se resiste a entregar toda su belleza a la cámara. “Me interesa lo que se sale de la norma”, afirma Cozarinsky entre sorbo y sorbo de café. Carta a un padre es muchas cosas y varias de ellas califican como extraordinarias.
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