domingo, 18 de mayo de 2014

–Viendo su obra cinematográfica, resulta claro que no se siente cómodo con etiquetas y formatos encorsetados. Sin embargo, resulta imposible no pensar Carta a un padre como un ensayo personal. ¿Se impuso ciertas limitaciones o reglas a la hora de pensar en la forma de la película?
–Ninguna. La libertad se paga limitándose. El film es un ensayo, sí, personal, pero todo el tiempo de su preproducción así como durante el montaje, la preocupación principal fue que no resultase privado. Personal, sí; privado, no. Y creo haberlo logrado por la cantidad de mensajes que recibí, de gente cuyo origen familiar y social no tiene nada que ver con el mío, pero a quienes la película interpeló. Un tema recurrente, tanto de quienes la vieron en el Bafici como antes en Viena o en París, es “yo también me quedé con tantas preguntas por hacerle a mi padre, cosas que sólo empezaron a interesarme ahora que él ya no está”.
–Existen referencias a otras películas de su filmografía, muchas de ellas veladas o no tan evidentes, e incluso algunos fragmentos de Le violon de Rothschild. ¿Cómo inscribiría Carta a un padre en el resto de su obra reciente?
–Efectivamente, hay fragmentos de Le violon de Rothschild y también de Boulevards du crépuscule y Apuntes para una biografía imaginaria. Mirá, esa cuestión es algo que de afuera la pueden ver mejor que yo. Todas mis películas, todas mis novelas y cuentos tuvieron la intención, mejor dicho el motor inicial, de hacer algo distinto de lo que había hecho antes, de partir en una dirección nueva. Pasan los años y, si releo o vuelvo a ver, me doy cuenta de la continuidad antes que de la ruptura. Como si lo que esperé que fuese un zigzag resultó una línea bastante, bastante recta.

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